Leyendo el último tomo de Replicante corroboro lo que ya sabía: México es un lugar sin cara. Lo veo desde mi balcón todos los dias, veo al cuerpo desparramado del país, ahí, sosteniendo coches y casas, locales comerciales, segundos pisos, taxistas, senadores borrachos y tristes, meseras guapas, relaciones patológicas, pretenciones cosmopolitas, y todo bajo el velo de un nombre propio.
Intento descepcioname y no puedo… En México solo existe el presente, aunque lingüisticamente pase lo contrario, aunque el ayer y el mañana preponderen siempre en nuestro termómetro-vocabulario y el dia sea solo un dia más, vivido en aras de algo más, en aras del dia libre, tal vez, que por cierto se consume peor que un cerillo, más rapido y menos especial. Lo que sorprende al fin de cuentas en este país es algo que llegue a tiempo, algo que no tropieze con mil obstáculos antes de llegar, y eso es la defición de fenómeno. Es verdad que toma tiempo la distancia (qué paradoja). Es verdad que la burbuja es imposible, que vivo, quiera o no, en un pais dormido que habría que despertar de una cachetada, no de un beso enamorado. Que vivo -cómo no aludirlo- encima del pasiente anestesiado. Pero que vivo, también, ante la posibilidad de diferencia. Aunque esa diferencia sea forzosamente la exiliada. Ay, Freud, en tu civilisación y sus descontentos, vivo encerrada en mi casa y en sus libros. Trabajo por dinero, por la antropología social que me asquea, por necesidad y por etapa, no por convicción, nunca. Veo desde mi casa un pedazo de México que se mueve, un eje vial, y no siento nada mas que la oportunidad de no estar ahí, de no ser parte de eso, de ser yo, encerrada en mi ineficiencia social, en mi, en mi diferencia.
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